sábado, 5 de enero de 2013

El pulso de la siembra



Fotografia

El pulso de la siembra


Por Claudia Prado
    

Amar duele, 2011

Sol Aramendi es santafesina, nació en Venado Tuerto, se mudó a Rosario para estudiar arquitectura; después, a Buenos Aires, donde trabajó como arquitecta, estudió diseño mobiliario y cine, participó en el taller de Adriana Lestido y se convirtió en fotógrafa. “Fue en ese taller donde se puso en duda lo que quería hacer, todo. Y pude pensar otras cosas para mí. Dejé el trabajo y me mudé. En Argentina yo tenía mi casa, estaba más cómoda, acá fue empezar de nuevo.” Hace diez años vive en Nueva York. Desde entonces, su obra se mostró en Buenos Aires, Nueva York, Washington, México y museos y galerías de muchas otras ciudades; cientos de inmigrantes han pasado por sus talleres de fotografía en español.
Mirar las fotos de su página (www.solaramendi.com), los trabajos que ha hecho con sus alumnos, verla a ella (Dj Pampa) pasar discos en una fiesta, enterarnos de que, además de clases de fotografía, también da clases de dj para niños autistas y de que uno de sus últimos trabajos fue otra instalación con discos en un hospital es como ver la misma energía moverse, cambiar de soporte, ramificarse y volver a reunirse con naturalidad, dejando que los temas, los sentidos, se abran en la reflexión colectiva, para volver después a concentrarse en la tarea individual.
Su muestra Heartbeats, Latidos del corazón, se va a inaugurar el 10 de enero en Buenos Aires, en la galería Praxis.



¿Cómo influyó en tu obra la mudanza a otro país?

–Al principio, seguía trabajando con cosas de Argentina. Primero hice un proyecto sobre el pasto. Era la necesidad de buscar algo de mi infancia, de mi vida en el campo, en respuesta a esta ciudad en la que casi no hay naturaleza. Esas fotos de pasto eran borrosas, cuando las estaba haciendo me acordé de que mi abuela nos llevaba al campo, paraba en el trigo y nos decía: ahora vayan y corran, y entonces nosotros nos bajábamos y corríamos. Para mí eso era como nadar, liberador. En esa época, también trabajé sobre la casa de mi abuela y sus cosas. Editaba y volvía a sacar las mismas fotos.

No volvías a los últimos lugares donde habías vivido –Buenos Aires o Rosario– sino a tu pueblo...

–Sí, a Venado Tuerto y sacaba cuarenta rollos de fotos y acá, durante todo ese año, los revelaba, los copiaba. Hasta que me iba de nuevo y hacía lo mismo, y así. Hice una muestra que justo coincidió con la muerte de mi papá y se llamaba There Were You Are Not (Allí donde ya no estás). Después me di cuenta de que las fotos eran sobre eso, mirar lo familiar pero ya con una duda: Sí, tan familiar, con esto crecí, lo vi todos los días y está intacto, pero no sé si ya soy eso. 

 

 ¿Con el tiempo tus proyectos comenzaron a relacionarse más con esta ciudad?
–El primero, el más fuerte, son retratos que tienen algo de autobiográfico. Mi vida en Nueva York, el hecho de estar sola, las cosas que aprendí. En todas estas obras colaboro con un artista, siempre tengo obra de otro y también las modelos son amigas y hay, a veces, algo de ellas en la foto.
Para mí ahí hubo un quiebre entre tomar fotos y hacer fotos, fue un cambio de documentar a construir. La primera que hice fue la novia con corazones de vaca. Me descompuse cuando la estaba sacando, casi me desmayo. Saqué la foto y al otro día tenía que ir a limpiar y quería sacar una con los corazones de día. A la mañana no me podía levantar, me arrastré hasta el lugar. Y cuando llegué ahí y tiré los corazones que ya estaban pudriéndose, sentí una felicidad total. Fue así, felicidad. Pensé: esto es lo que tengo que hacer, hay que seguir ahí. Yo veo eso en el trabajo del artista, trabajar en la superficie para limpiar algo profundo.

Tenés también una serie sobre mujeres mexicas, acá en Nueva York, y esa otra, Magia, con tu sobrina. ¿Por qué fotografiás casi siempre a mujeres?
–Es que esto tiene que ver con entender mis cosas. En los trabajos que hice sobre la casa de mi abuela también eran tres mujeres solas. Una casa donde el hombre está ausente y son mujeres llevando adelante la casa. Siempre estuve en esos ambientes –mi mamá con mis tías– y también es mi historia, una mujer sola.

 

¿Cómo comenzó Project Luz, tu proyecto de clases de fotografía en español?

–A pesar de que yo sabía inglés, cuando llegué, me bloqueé; la razón por la que había viajado, un negocio que iba a hacer, no se dio; entonces tuve que empezar a buscar qué hacer. Se me ocurrió empezar a dar clases de fotografía, como excusa para conocer la ciudad. Así comencé a trabajar con inmigrantes. Enseguida tuve veinte, treinta alumnos y llamé a los museos para pedir visitas gratis, en español. En el museo de Queens, acababan de recibir una beca. Estaban en el centro de Queens, al lado de todos los inmigrantes, pero no tenían manera de acercarlos al museo. Me contrataron y empecé a dar las clases de fotografía en español en el museo. No era una clase técnica sino relacionada con el arte y se convirtió también en mi proyecto como artista. Así surgió Project Luz. Trabajé con muchas organizaciones de la comunidad, organizaciones de mujeres y de distintas colectividades. Siempre con la idea de que cualquiera puede entender el arte o hablar sobre arte sin necesidad de tener un conocimiento previo. Con esa idea acerqué a muchas personas al museo como fuente de educación.

Se podría pensar que la persona que llega de otro lado necesita utilizar toda su energía en adaptarse y no tiene tiempo de hacer un taller en español.

–Es que yo he tenido alumnas que están hace diez años y nunca fueron a Manahattan. Vienen de un lugar del campo, están en su casa, tal vez no las dejan salir, o lo que sea, y no conocen nada, o nunca tomaron el tren. Y estas cosas, que hacen a través de las clases, son parte del empoderamiento. Van a conocer un lugar, aprenden a usar el tren... A veces, cuando uno es inmigrante, se siente incapaz de hacer cualquier cosa, inútil, siente que no va a poder aprender algo nuevo y me parece que, si uno empieza con pequeñas cositas, ir a otro barrio, ir a un museo, y ve que funciona, entonces se abren un montón de posibilidades. Y ni hablar del hecho de observar a un artista, cómo compone, cómo resuelve problemas... Eso también nos da herramientas para pensar soluciones creativas a nuestros problemas. Y presentar las fotos, defenderlas, poder discutir cuando algo no te gusta... Yo no creo que el arte o una clase te cambie la vida. La vida la cambia uno y ni sé si eso es posible. Lo que sí sé es que durante la clase se siembra esa semilla de otras posibilidades.

¿Cómo influye el trabajo con Project luz en tu trabajo personal?

–Siempre estoy aprendiendo en la clase. Además mis fotos las hago con los alumnos. Ellos me asisten. Y cuando estoy explorando una idea, también la pensamos juntos. Por ejemplo, desde que empecé a trabajar con discos, hace dos años, los uso como tema. Siempre estoy haciéndoles a ellos las mismas preguntas que me hago a mí misma.

¿En estas últimas instalaciones también se dio esta forma de compartir la reflexión?

–Yo diría que es el resultado de muchas cosas que vi durante las clases: las cuestiones laborales, el tema de las visas, el tema del documentado y el indocumentado, legal-ilegal, las horas que trabajan, lo poco que se les reconoce. Desde la crisis y en los últimos años, hay gente a la que no le dicen qué día tiene que trabajar hasta que no llega el día. Es mucha explotación laboral y, a la vez, sin derecho a nada, y todo eso es dinero en negro para los dueños. Por otra parte, toda la comida que se come acá fue recogida, sembrada por inmigrantes.
 

La siembra aparece constantemente en tu obra y en tu conversación. ¿Será por tu infancia en Santa Fe?

–Yo vengo del campo. Andar a caballo, ir al trigo, todo eso fue parte de mi vida. Mi papá, todos, se han pasado mirando para arriba a ver si llueve o no, si se pierde la cosecha o no. Todavía, cada vez que hablo, dicen si llovió o no llovió.


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